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SINOPSIS

Si algo ha quedado claro, al menos ya desde las disputas renacentistas en torno a la imitación de Cicerón, es que la originalidad se parece a una quimera necesaria: imposible e indispensable a la vez. Algunos aseguran que toda obra literaria es producto de una imitación simiesca de lo anterior, que no existe la creación pura y que hasta el mismísimo Homero cayó en el plagio; otros, en cambio, ven genialidad en las variaciones más pequeñas y proclaman con cada fenómeno editorial el nacimiento magnífico de una nueva era artística. Estudiosos de la literatura y legisladores han intentado poner horario al carnaval y deshacer el entuerto, con mejor o peor fortuna.

El objetivo de este ensayo es trazar líneas de continuidad entre las ideas de la Ley de Propiedad Intelectual y la visión del «genio creador». Al fin y al cabo, el debate sobre la originalidad ha venido enlazándose con el concepto de autor: para los estetas de herencia romántica, el vínculo entre obra original y autor será de índole esencial, espiritual; para los legisladores, lo relevante será el vínculo de la obra con la propiedad. A pesar de la diferencia del enfoque, ambos, estetas y legisladores, parecen aferrarse a la idea del autor como artífice esencial o genio impulsor de la obra, casi un alquimista de la creatividad. Este ensayo trata de precisar cuáles son los puntos de conexión y de disyunción entre ambos puntos de vista.

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